- Ven a charlar conmigo -le propuso el principito al zorro-. ¡Estoy tan triste!
- No puedo -dijo el zorro-. No estoy domesticado.
- ¡Ah, perdón! -dijo el principito-. ¿Y eso qué significa?
- Significa que no hemos creado lazos entre nosotros -dijo el zorro-. Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a otros cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...
- Bien lo quisiera -respondió el principito-, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.
- Solo se conocen las cosas a las que eres capaz de dedicarles tu tiempo -dijo el zorro-. Si de verdad quieres un amigo, ¡domestícame!
Así, el principito domesticó al zorro y se dejó domesticar por él.
Y cuando se acercó la hora de la partida...
- ¡Ah! -dijo el zorro-. Creo que voy a llorar.
- Tuya es la culpa -dijo el principito-. No deseaba hacerte daño pero quisiste que te domesticara.
- Sí -dijo el zorro.
- ¡Pero vas a llorar! -dijo el principito.
- Sí -dijo el zorro.
- Entonces, no ganas nada.
- Gano -dijo el zorro-, por el color del trigo... ¿Ves allá los campos de espigas? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de espigas nunca significaron nada para mí. ¡Es bien triste! Pero tú... Tú tienes cabellos color de oro. Cuando te hayas ido, el trigo dorado será un recuerdo de ti. Y por primera vez amaré el ruido del viento en el trigo...
- Adiós -dijo el principito.
- Adiós -dijo el zorro y permaneció un largo rato mirando extasiado los campos de trigo y escuchando el viento silbar entre las espigas.
El principito siguió su camino y con alegría notó que cada árbol le hacía recordar el color del pelaje de su amigo el zorro.
Tu seras pour moi unique au monde. Je serais pour toi unique au monde...